La respuesta corta es que puede, pero el precio de hacerlo es demasiado alto para un país con el potencial turístico que tenemos.
El turismo peruano ha crecido en las últimas décadas de manera notable. Machu Picchu se consolidó como ícono mundial, la gastronomía limeña conquistó paladares internacionales, y nuevos destinos emergieron en el mapa. Emprendedores han abierto hoteles en Cusco, restaurantes han florecido en Miraflores, y el boca a boca ha hecho su trabajo. En apariencia, todo funciona. Pero esta ilusión de éxito esconde una realidad más compleja y problemática que amenaza la sostenibilidad de nuestra industria turística.
El crecimiento sin planificación ha dejado marcas evidentes en el territorio peruano. Cusco se satura en temporada alta mientras Chachapoyas recibe apenas una fracción de visitantes. Aguas Calientes, el pueblo base de Machu Picchu, evidencia las consecuencias de crecer sin orden: infraestructura precaria, problemas ambientales y una calidad de vida deteriorada para sus habitantes. En la costa, balnearios como Máncora o Paracas enfrentan presión sobre recursos hídricos y gestión de residuos que nadie anticipó.
Las carreteras que llevan a nuestros principales atractivos colapsan en feriados largos. Los servicios básicos en destinos emergentes son insuficientes. Y mientras tanto, tesoros como Kuélap, Chavín de Huántar o las Líneas de Nasca no logran posicionarse adecuadamente por falta de una estrategia articulada que vaya más allá de la promoción esporádica.
El impacto ambiental es otro capítulo preocupante en el contexto peruano. El Camino Inca muestra signos de erosión acelerada. Las Islas Ballestas sufren por la falta de regulación efectiva. La Amazonía peruana recibe turistas sin protocolos claros para minimizar su huella. Sin estudios actualizados de capacidad de carga ni regulaciones consistentes, nuestros ecosistemas y patrimonio cultural están en riesgo.
La ausencia de planificación también afecta el tejido social de nuestras comunidades. En Cusco, la especulación inmobiliaria ha desplazado a familias cusqueñas del centro histórico. En comunidades del Valle Sagrado, el turismo ha llegado sin que los pobladores estén preparados para gestionar sus impactos. Los beneficios económicos se concentran en operadores de Lima o inversores extranjeros, mientras las comunidades receptoras reciben migajas.
Desde una perspectiva de competitividad regional, el Perú pierde terreno frente a vecinos que sí planifican. Colombia ha diversificado exitosamente su oferta turística con estrategias claras. Ecuador posiciona Galápagos y su turismo comunitario con planes de largo plazo. Chile desarrolla su turismo de aventura con visión de futuro. Mientras tanto, nosotros seguimos dependiendo excesivamente de Machu Picchu sin desarrollar el enorme potencial de nuestros 24 departamentos.
Un plan turístico actualizado no es un documento burocrático destinado al olvido. Es la herramienta que necesitamos para que el turismo peruano alcance su verdadero potencial. Permitiría identificar qué destinos desarrollar prioritariamente, cómo conectarlos eficientemente, qué infraestructura es urgente, cómo capacitar a nuestros operadores y comunidades, y cómo posicionarnos en mercados internacionales específicos.
La planificación permitiría coordinar al Ministerio de Comercio Exterior y Turismo con los gobiernos regionales, que a menudo trabajan de forma desarticulada. Facilitaría establecer estándares de calidad homogéneos en todo el país. Abriría acceso a fondos de cooperación internacional que exigen planes estratégicos. Y sobre todo, protegería aquello que nos hace únicos: nuestro patrimonio arqueológico, nuestra biodiversidad, nuestras culturas vivas.
El Perú tiene todo para ser una potencia turística mundial. Tenemos tres mil años de historia materializada en monumentos impresionantes. Poseemos la segunda Amazonía más grande del planeta. Nuestra gastronomía es reconocida globalmente. Contamos con 12 patrimonios mundiales de la UNESCO. Pero este potencial solo se convertirá en prosperidad compartida si dejamos de improvisar.
La pregunta no es si podemos seguir creciendo sin un plan actualizado, sino si queremos un turismo que realmente beneficie a todos los peruanos, proteja nuestro patrimonio milenario y nos posicione como el destino líder que merecemos ser. La respuesta exige que el Estado, el sector privado y las comunidades trabajen juntos bajo una visión compartida. El futuro turístico del Perú depende de que actuemos ahora con inteligencia estratégica.


